viernes, 24 de febrero de 2017

La Virtud Doméstica, de Roberto Segreo: un acercamiento a un tema interesante

La Editorial Oriente acaba de publicar un libro muy interesante llamado La virtud doméstica. El sueño imposible de las clases medias cubanas, de Rigoberto Segreo, historiador holguinero, ya fallecido. Quiero compartir con ustedes el prólogo realizado por la magnífica historiadora santiaguera Olga Portuondo y el ensayo final del libro, del propio Segreo. Quisiera que profundizaran sobre el concepto, a mi juicio muy bien defendido en el libro, de lo que es la “virtud doméstica”. Espero preguntas y comentarios que ayuden a entender qué pasaba en la Cuba de las primeras décadas del siglo XX y cómo se articuló la hegemonía de la dominación en nuestro país.
 El virtuosismo de Rigoberto Segreo,
Triste es recordar la ausencia de un filósofo de la Historia de Cuba como Rigoberto Segreo Ricardo, y aflige la temprana des­aparición de alguien, cuya labor se halla inspirada en la más pura ética patriótica.
Como ya lo había disfrutado con el libro dedicado a la obra de Jorge Mañach, es un privilegio tener las primicias del lector en La Virtud Doméstica, publicación póstuma que honra a la Edito­rial Oriente, porque a lo largo de cada una de sus páginas revela la madurez ilustrada de Segreo en sus meditaciones, así como en su interpretación filosófica del pensar de la clase media cubana, y los resultados de esta en la literatura y el arte. En su estudio, Se­greo convence acerca de la necesidad de conocer la mentalidad de aquellos intelectuales cubanos de los comienzos de la Repú­blica para comprender mejor este pasado.
AI trabajar en el análisis de los ensayos concebidos por desta­cados eruditos de las dos primeras décadas del siglo xx, se mues­tra la acción filosófica, al menos, de una élite intelectual nucleada en torno a la revista Cuba Contemporánea, con interpretaciones teóricas del trascender político de la época correspondiente al período de la posguerra independentista y los inicios de la Repú­blica neocolonial. Segreo pone en tela de juicio, y al descubierto, los presupuestos ideológicos —los fundamentos especulativos— y también las circunstancias históricas que justifican el origen de lo que se ha dado en llamar "la virtud doméstica " de las clases medias cubanas.
En los ocho capítulos que integran este libro, el autor hace gala de sabiduría, sin dejar resquicio por donde penetre debilidad argumentativa alguna. Ha trabajado la personalidad de José En­rique Rodó como padre latinoamericano de un pensamiento que abandonaba el rígido positivismo en decadencia para asumir nue­vas posturas idealistas, en consonancia con el criterio reflexivo europeo contemporáneo. Los seguidores en el archipiélago cubano acogen con beneplácito sus principios de estirpe latinopanamericanista y la vocación universal, su rechazo al utilitarismo. Ellos fueron, entre otros: Jesús Castellanos, Max Henríquez Ureña, José Sixto de Sola, Carlos de Velasco, Manuel Márquez Sterling y José Antonio Ramos. Segreo concentra la atención en las publicaciones de estos intelectuales cuya directriz de pensamiento humanista, salvo pocas diferencias, los conduce a un punto se­mejante: el de la virtud doméstica.
 ¿Qué es lo que define la virtud doméstica?: Es la moral del portarse bien, de no alterar el orden interno, de estar de acuerdo con los postulados de la Enmienda Platt y el Tratado de Recipro­cidad, sin que esto implique dejar a un lado la prédica de la de­fensa de la nacionalidad cubana, el fomento de su cultura y el de la autodeterminación. Es aceptar como un beneficio para la mo­dernidad la intervención norteamericana de 1898y mantenerla paz interior en el país, suponiendo que así se lograba el fomento de la nación con el favor de los intereses económicos norteame­ricanos y, en última instancia, es el afán de evitar una nueva in­tervención militar de los Estados Unidos.
Segreo considera que esta actitud, de una buena parte de la intelectualidad cubana, queda consagrada luego de la segunda intervención norteamericana, la que los convenció de la inepti­tud de los cubanos para organizarse y dejar la nación impoten­te frente al yanqui. El desinterés se adueña del país, contribuye a la indiferencia respecto al destino común y propicia el fomento de la corrupción administrativa. No por casualidad estos hom­bres que ejercieron, de una forma u otra, el periodismo conside­raban a José Antonio Saco como el ideal del intelectual, por su reformismo, puesto que ponderaba el orden colonial y estaba en contra de la revolución independentista, y también por su actitud discriminatoria ante el negro. Ningún intelectual de inicios del siglo xx creía que la salida podía ser una revolución, ni siquiera al estilo caudillista de la suscitada en 1906 a raíz del intento de reelección de Tomás Estrada Palma. No tenían en cuenta el pa­pel de las masas populares en el fomento de la nación, se desen­tendían de los problemas de la población humilde para juzgarla incapaz e ignorante, no querían otorgarle un papel político, así contribuían a la desarticulación de la estructura social y prohija­ban la falta de unidad para enfrentar la intrusión foránea.
Si alguien pretendiera objetar la reiteración de juicios en cada uno de los letrados analizados por Segreo, yo les diría de su ne­cesidad para justificar la convergencia hacia las mismas ideas del orden social y el ineluctable reconocimiento de la Doctrina Monroe y el neocolonialismo.
Desempeñan un papel importante en los orígenes de esta corrien­te intelectual representantes de la élite oligárquica criolla —como Francisco y José de Arango y José Antonio Saco— del siglo xix: preconizaban el orden, pretendían ignorar al pueblo y la condición racial integral de este. Ante la avenida de la ocupación norteame­ricana y la proximidad de los Estados Unidos, imperan el darvinis­mo social y el fatalismo geográfico que inclinaron la balanza de los intelectuales nuevamente a esta postura durante las primeras décadas del siglo xx, heredera en los principios de aquellos que habían defendido el asimilismo reformista y que ahora se cobija­ban en la indolencia para justificar así la absorción económica al imperio vecino. Las posibilidades de esta élite de clase media para difundir—mediante sus libros, el periodismo y las conferen­cias— estas ideas, sin duda influyeron en la conciencia de par­te de la población cubana hasta el punto de trascender el siglo.
El análisis de La Virtud Doméstica es imprescindible para la comprensión de la mentalidad cubana formada desde la centu­ria decimonónica y que, a pesar de sus transformaciones, llega al siglo xx con teóricos que, si bien defienden y predican el forta­lecimiento de la nacionalidad y el Estado cubanos, predicaban la abulia, eran faltos de fe, ganados por el pesimismo y se escudaban en el choteo para atacar la carencia de probidad. Con variacio­nes, acordes al devenir histórico, esta postura pudo ser asumi­da por descreídos del destino de autodeterminación de la noción cubana o por el burócrata que argumenta su "sentido práctico" individual para justificar el arribismo y el parasitismo.
No es suficiente encomiar un comportamiento ético riguro­so, individual o colectivo, y una razón de ser que descansa en la idealizada democracia, como los intelectuales de "la virtud do­méstica", si en el progreso social de un país se ignora la parti­cipación real del pueblo y una verdadera responsabilidad de la conciencia colectiva cubana para el avance de la nación dueña de su soberanía. Y la obra, plena de dignidad espiritual, de Rigo­berto Segreo, nos lega esta lección sobre la cual debemos meditar
Olga Portuondo Zúñiga 20 de marzo del 2016
Cautivos de la Virtud Doméstica
"El talismán interventor consistió en la paz, en evitar los desgarramientos de la rival ambición;
y su consecuencia fue, en nosotros, la anestesia colectiva"
Manuel Márquez Sterling
 Cautivos de la reciprocidad escribió Oscar Zanetti, refiriéndo­se a la oligarquía azucarera. Las clases medias también lo eran, pero de la Virtud Doméstica. Si aquella no podía prescindir del acceso preferencial al mercado norteamericano, estas se ataban a un quietismo político anulador con tal de evitar la injerencia. En una y otras la razón profunda era de naturaleza estructural: la dependencia condicionaba el carácter antinacional de la oligar­quía; mientras que la desarticulación económica determinaba la invalidez de las clases medias frente a la dominación extranjera. La anestesia colectiva que Márquez Sterling observa paralizaba las fuerzas de la nación.
La Virtud Doméstica es un sistema de pensamiento diseñado para evitar la injerencia norteamericana. Su lógica partía de la imposición del derecho de intervención, frente al cual las clases medias se reconocían impotentes. Esa incapacidad hacia fuera los obligaba a concentrarse hacia adentro. Su única posibilidad de sal­var la República era evitar a toda costa los motivos que pudieran desencadenar la aplicación del artículo tercero de la Enmienda Platt. Virtud, moralidad, orden interior, es todo lo que esta inte­lectualidad puede esgrimir en defensa de los intereses nacionales.
La independencia resultó ser un bluff histórico y ellos podían hacer muy poco para evitarlo. Trataron de llenar el vacío que les dejó la pérdida de la ilusión con la utopía de una Cuba futura, en el deber ser. Mientras tanto, vivían la agonía de querer cambiar las cosas sin poder hacerlo. Las incapacidades de entonces inducían todas sus miradas hacia el porvenir. Soñaron un país independiente que ellos no podrían vivir. Ahí estriba su aporte medular: cuando todo se derrumbaba, mostraron su desacuerdo y proyectaron el ideal de una nación soberana.
Los más claros pensadores de esta generación localizaron las causas de la situación de Cuba en el terreno estructural. Ellos comprendieron que el flanco débil del pueblo cubano era la des­articulación de sus componentes, generadora de esa notable "falta de solidaridad" entre los sectores y clases sociales del conglome­rado social. Llegaron a plantear que el camino para recuperar las riendas de la nación era constituirse en clase económica, o sea, transferir la propiedad y las riquezas a manos cubanas. Para ellos eso significaba la formación de una burguesía nacional. Si no se tenía el control económico del país, tampoco se podría decidir sobre su destino político.
Los que comprendieron esa necesidad, reconocían que era una salida a muy largo plazo y completamente fuera de su alcance. La relegación del cubano frente al capital español y norteamericano le cerraba perspectivas inmediatas al surgimiento de una clase productora, capaz de defender los intereses nacionales. Eso los dejaba sin sustentación estructural. La ausencia de una burguesía nacional fuerte, que ejerciera el liderazgo en el momento en que surgía la República, fue traumático para esta generación y para el destino de la nación.
No se había llegado ahí de improviso; era resultado del largo proceso de expropiación a que habían sido sometidos los cubanos. Desde la cuarta década del siglo XIX, la burguesía española, que había llegado al poder político en la metrópoli, rompió el pacto colonial entre los productores de la Isla y la monarquía, rediseñó las relaciones coloniales e implemento una política encaminada a desplazar al capital criollo del control económico de la "joya" an­tillana. El integrismo aprovechó las guerras por la independencia para lucrar y hacerse con el dominio económico del país, mien­tras que el acontecer bélico traía consecuencias ruinosas para el sector terrateniente de la mitad oriental, que nunca logró recu­perarse. La política de confiscación de bienes de los desafectos a España fue un desmontaje de las clases productoras cubanas, a favor de la burguesía española.
Las clases medias, que habían ejercido el liderazgo de la Guerra del 95, llegaron arruinadas a la República, desarticuladas de los procesos productivos. Cuando se suponía que iban a ser indemni­zadas a costa del capital español para facilitar su reinserción en la vida económica, nada de eso ocurrió. España se fue de Cuba, pero la burguesía española se quedó en el disfrute de sus propiedades; sencillamente cambió de metrópoli. Se aliaba ahora a los Estados Unidos para implementar el orden oligárquico neocolonial, donde seguía siendo poder. La avidez del capital norteamericano y la competencia de la industria de ese país completarían el cuadro que le obstruyó el paso a una burguesía nacional.
Sin capacidad para interferir en las estructuras económicas, se dedican a las cosas que sí podían intentar modificar con la acción inmediata. Todos ellos sitúan las soluciones en el terreno de la política, la moral y la cultura. La política, que era la que podía ejercer más presión sobre las estructuras, partía del principio liberal del dejar hacer a la iniciativa privada, lo cual le cerraba el paso a toda acción reguladora del Estado.
La impotencia de esta generación no es ideológica, sino estruc­tural. Nace de la insolvencia histórica de una clase que, siendo nacionalista, no está en condiciones de defender con éxito los intereses nacionales. Anhelan la independencia, pero están atra­pados por el derecho de intervención de los Estados Unidos. La Enmienda Platt se presenta como un pacto entre dos naciones, sancionado por el Derecho Internacional, frente al cual no hay nada que hacer, a no ser el intento de evitar los motivos que puedan desencadenar su aplicación.
Más allá de lo que se pudiera pensar al respecto, no había opciones frente al derecho de intervención. Se asumía como lo que era: una imposición de la cual Cuba no podía desprenderse. Para bien o para mal, había que contar con eso al margen de la voluntad de los cubanos. Todos los subterfugios que se utilizaron para enmascarar la Enmienda Platt, de una parte y de la otra, no logaron encubrir sus verdaderos fines de dominación, amplia­mente denunciados por los intelectuales procedentes de las clases medias. La subordinación de estos intelectuales al derecho de in­tervención no significaba que lo aceptaran; era el reconocimiento de un hecho de fuerza.
Apelar al compromiso de los Estados Unidos de salvaguardar la independencia de Cuba era la última trinchera en la defensa de la soberanía bajo las condiciones de la Enmienda Platt. Si el derecho de intervención no se podía anular, había que evitar su ejecución. Es ahí donde se abre espacio para la Virtud Doméstica. La estabilidad y el orden interior de la República se convertían en el único mecanismo para impedir la injerencia. La paz, la buena administración y el funcionamiento del sistema político, venían a ser garantías para la existencia "independiente" de la República.
Las condiciones impuestas por la Enmienda Platt son las que dictan la lógica de la Virtud Doméstica. Si Cuba no garantiza el orden interior que ellos necesitan, los Estados Unidos tienen el derecho de intervenir. Descontado ese derecho, que viene por fatalismo geográfico e histórico, todo queda en manos de los cubanos; de ellos depende el destino de la nación. Nos quitaban la soberanía y, para colmo, nos echaban la culpa. Es así como, lo que tiene su origen fundamental en la política imperialista de los Estados Unidos hacia Cuba, se transfería al plano doméstico. La existencia de la República no dependía de la política norteameri­cana, sino de la capacidad de los cubanos para el buen gobierno. Este punto de partida viciaba todo el sistema y lo incapacitaba para una solución real.
La funcionalidad democrática y la moralidad en el manejo de los asuntos públicos se convierten en un tema obsesivo para esta generación. Desde esta plataforma realizan una introspección profunda en la situación de Cuba y su sistema político, una de las más productivas que se hicieron a lo largo de la República. Apun­tan hacia los déficit del cubano para la vida civilizada, en quien descargan la responsabilidad de los atolladeros por que atraviesa el país. El eje central de sus empeños trata de evitar cualquier desorden que ponga en riesgo la República, desplazando a un segundo plano el peligro mayor, el que viene del exterior.
La relación causa-efecto quedaba invertida. La injerencia se presentaba como una obligación salvadora, solicitada incluso por los propios cubanos, ante la ineficacia del gobierno propio. En ningún sentido se manejaba la idea de que la disfuncionali­dad republicana estuviera condicionada por la usurpación de la soberanía nacional. Todo lo contrario, era la disfuncionalidad republicana la que ponía en riesgo la independencia del país. Un enfrentamiento con los norteamericanos no entraba en los planes de esta generación, sino la convivencia equilibrada. Las relaciones con la gran República del Norte se consideraban indispensables, por fatalismo geográfico y por beneficios económicos, y en no pocos también por seguridad política.
El carácter sistémico de la Virtud Doméstica dimana de la traba­zón lógica del conjunto de presupuestos teóricos-que la componen. En una síntesis apretada y forzosamente esquemática, podrían establecerse tres niveles de sistematización, que se entretejen en una madeja compleja, pero que son más o menos discernibles: el primero está relacionado con las causas y las condiciones que alimentan el sistema, donde las relaciones de Cuba con los Estados Unidos son el centro nuclear; el segundo, con la introspección intelectual hacia el interior de la problemática cubana, y el tercero, con las soluciones que se proponen en la búsqueda de una salida a la situación de Cuba.
Otro aspecto que le da unidad al sistema es el método de interpretación de los fenómenos sociales. Defendemos la idea de que la del Diez es una generación en transición filosófica, pero su método está determinado por el positivismo. El evolucionismo naturalista es el núcleo de ese método, aun cuando en su seno se viene produciendo un fuerte cuestionamiento del determinismo biológico y se asoman teoría idealistas, que reivindican al sujeto y su conciencia. Esto último todavía no implica una ruptura con la concepción evolu­cionista de la historia y de la cultura; en eso estriba, precisamente, su condición de generación en transición filosófica.
Lo que le imprime más coherencia a este sistema de ideas es la plataforma clasista a partir de la cual se formula. La Virtud Doméstica sintetiza el pensamiento del sector intelectual de las clases medias cubanas durante las dos primeras décadas del siglo xx. Las posibilidades de estos sectores para dialogar con los problemas cubanos y construir soluciones son de primera importancia. Las ideas aquí se cocinan en permanente contrapunteo con la realidad; de ahí que la capacidad real, objetiva, de estos sectores para encarar el problema, marque de manera tan intensa la lógica y la dinámica interna de su pensamiento. El nacionalismo de estos sectores fue tan importante para el sistema como su incapacidad para sostenerlo con eficiencia.
Esta generación se mueve entre la admiración a los Estados Unidos, por un lado, y la resistencia a la injerencia, por el otro. El mito de la ayuda norteamericana, de aceptación general, es lo que mejor tipifica su posición con respecto a la potencia del Norte. La mayoría de estos intelectuales aceptan la Doctrina Monroe, o sea, creen en la misión protectora de los Estados Unidos frente al peligro de las potencias europeas. Pesan en ellos la pujanza económica de aquel país, su democracia política, y su contribu­ción real a la lucha contra España, muy bien manipulada por la propaganda norteamericana.
Las relaciones de Cuba con los Estados Unidos son asumidas como inevitables. La tesis del fatalismo geográfico e histórico, de evidente factura positivista, predomina en todos los niveles socia­les. Esas relaciones se consideraban necesarias, sin las cuales no se concebía el progreso del país. Tales visiones estaban condicionadas por el crecimiento económico sostenido y el proceso de moderni­zación que vivía la Isla. El acceso al mercado norteamericano, a su tecnología y sus capitales, provocaron rápidas transformaciones estructurales, que dejaban atrás la economía tradicional heredada de la colonia. El crecimiento promedio del PIB al 4 % anual y una balanza comercial favorable, creaban un estado de prosperi­dad colectiva, que no dejaba ver los efectos deformantes de las relaciones neocoloniales.
Se ha llegado a hablar del milagro cubano, para indicar el crecimiento explosivo de esos años, que atrajo una significativa corriente de inmigración española y antillana. Si la conciencia social de entonces no podía identificar los estragos negativos de las relaciones neocoloniales, era porque todavía no se habían mani­festado en toda su agudeza. Se oponían a la desnacionalización de las riquezas, pero seguían creyendo en la necesidad de los capitales extranjeros y en la buena voluntad de los Estados Unidos. Hombres experimentados, como Manuel Sanguily, Enrique José Varona y Femando Ortiz, alimentaban el mito de la ayuda norteamericana.
Un capítulo particular de las relaciones con los Estados Unidos es la Enmienda Platt. Ha quedado dicho que el punto de arran­cada de la Virtud Doméstica es el derecho de intervención. Los intelectuales procedentes de las clases medias compartían con la oligarquía hispano-cubana algunos puntos justificativos de la En­mienda, peTo se situaban en una posición diametralmente opuesta al pensamiento plattista. Mientras que la oligarquía utilizaba todos los recursos a su alcance para justificar el orden impuesto, del cual ella era su usufructuario doméstico; los intelectuales de las clases medias la aceptaban como una imposición frente a la cual estaban desamados, y lo único que podían hacer era tratar de evitar su ejecución efectiva. La propia Enmienda, al presentar a los Estados Unidos como garantes de la independencia de Cuba, les propor­cionaba un argumento al cual se aferraban con uñas y dientes.
La Virtud Doméstica se vuelve hacia el interior de los problemas cubanos de una manera acuciosa. El sistema político es sometido a un análisis de rigor. Se desmontan las máscaras del caciquismo. En este punto llegan a plantear la idea de que las insuficiencias de los partidos, al carecer de bases sociales bien configuradas en lo económico, es lo que le abre espacio a la manipulación de la polí­tica por los caciques. Allí donde la clase falta, impera el caudillo.
La crítica sistemática a la corrupción es un aspecto de alta productividad en este tipo de pensamiento. Los dos fenómenos se unen: los afanes por el poder quedan ligados a la concepción de la política como medio de vida. Esta generación hizo una cala a fondo de la disfuncionalidad republicana. Las luchas fratricidas y el latrocinio son identificados como los lastres fundamentales del sistema político, no solo hacia su interior, sino que ponen en riesgo a propia existencia de la República. Sería injusto negarles a estos intelectuales esa contribución, aunque no alcancen a deslegitimar e1 orden establecido.
La inconformidad y la protesta son los rasgos que caracterizan el pensamiento de los hombres de la Virtud Doméstica. En cualquier registro de la cultura —cuento, novela, ensayo, periodismo, libro, teatro, etc.se encuentra esa desoladora condición del hombre arrastrado por las circunstancias. De la denuncia se pasa a la derrota sin transferencia alguna. Los personajes, reales o ficticios, encaran una situación que no comparten, pero acaban evadiéndose de ella, tratando de ascender en la escala social, o completamente vencidos, lo interesante, en realidad, es que estos intelectuales, a pesar de ser derrotados por la historia, son optimistas y siguen creyendo en el futuro de la nación.
Desde la plataforma estructural y política en que se movían, caracterizada por su desarticulación como clase económica y por la imposición del derecho de intervención, no podían proponer soluciones realmente viables. No solo atacaban las causas internas, sino que lo hacían desde la moral y la cultura. Su incapacidad para enfrentar los poderes externos que subyugaban a la nación, los deja empantanados en los conflictos domésticos. Y estos no fueron enfrentados desde los cambios estructurales que necesitaban y que estaban fuera de su alcance, sino desde una perspectiva reformista. Creyeron que logrando la funcionalidad democrática podían conjurar la injerencia, pero lo cierto es que ni siquiera tenían capacidad para mejorar el sistema político.
Emprenden una verdadera campaña de moralidad y de instrucción para el buen desempeño del ciudadano, con la esperanza de que eso pueda sanear el sistema político. Evadían el fondo del problema y, en consecuencia, apenas podían rozar las estructuras el caciquismo. El método, de matriz positivista, se empalma con 1 objetivo de alcanzar la estabilidad republicana. El gobierno científicamente dirigido por los intelectuales, que son los únicos que tienen la capacidad para hacerlo, se convierte en un ideal.
Confían en que la educación y la cultura permitan formar los ciu­dadanos ejemplares que el sistema político necesita. La sociedad es entendida desde un evolucionismo natural, donde las conmociones políticas quedan desterradas.
La propia concepción de la democracia científica, de élite, tiene un carácter selectivo, al promover a los mejores, a los más capaces. Los hombres comunes, las masas, quedan reducidas a simple número, destinadas solo a legitimar la democracia a través del voto, pero sin capacidad para el ejercicio de gobierno. Todo lo que se puede hacer con ellas es prepararlas para la vida política civilizada, a fin de evitar que apoyen el ascenso al poder de hombres incultos. Este es uno de los puntos más débiles de la Virtud Doméstica, que reduce su base social y, con ella, sus posibilidades de éxito.
Con tal de evitar la injerencia y salvar la República, la Virtud Doméstica rechazaba toda agitación que desestabilice el orden interior. Un hombre como Manuel Sanguily expresaba en 1907, bajo el trauma de la segunda intervención:
Nadie ni por ningún motivo tiene nunca, y hoy menos que nunca, el miserable derecho de perturbar y dividir la patria. Ante su altar augusto debemos deponer contritos las ambi­ciones y la cólera, ¡y seque nuestra maldición la mano que se alce audaz contra la concordia y la paz! ¡No sé quién dijo que el principio de las cosas no fue el Verbo sino el Amor, y yo clamo porque venga compasivo a confundimos en un ósculo santo de fraternidad al término de nuestras querellas olvidadas![1]
La Virtud Doméstica ejerce un efecto paralizante sobre las fueras nacional es. La paz universal que proclama criminaliza cualquier acción interna que pueda dar pie a la intervención. Todo se subordinaba a la pervivencia de la República, lo cual era, en el fondo, un espaldarazo al sistema. La serpiente se mordía su propia cola, estaban encerrados en un círculo vicioso: el mecanismo a través del cual intentaban evitar la injerencia, los obligaba a des­armarse, los inducía al quietismo desmovilizador, le cerraba el paso a la acción de las masas, sin las cuales era imposible lograr lo que querían.
En realidad, ese fenómeno tenía causas más profundas. La desarticulación estructural de los componentes del pueblo-nación y la desintegración económica de las clases medias los maniataban como sujetos históricos y los convertían en víctimas del siste­ma. Sus teóricos se comportaban como "francotiradores", como hombres solitarios, incapaces de atraer al pueblo. Su elitismo y su menosprecio a las masas no eran solo tesis esenciales de su método, expresaban también su propia enajenación con respecto a su clase y en relación con las demás fuerzas sociales.
La Virtud Doméstica no reconocía el derecho de los obreros, de los campesinos y de los negros a luchar por sus demandas. Descalificaba los movimientos sociales en el mismo sentido que lo hacía con las querellas políticas. Esto significaba, por un lado, la exclusión en su programa de los intereses de las grandes masas, reforzando su aislamiento social; por el otro, era una defensa im­plícita del estado de cosas, donde el capital salía favorecido frente al trabajo. La condena a cualquier desafío del orden legitimaba al sistema.
A pesar de eso, el saldo histórico de esta generación es positivo. El nacionalismo es el núcleo duro de la Virtud Doméstica. Creye­ron, con ingenuidad, que la preservación de la institucionalidad republicana garantizaba la soberanía. Ese error venía del hecho de que sus soluciones se situaban en el terreno de la cultura, de a moral y de la política, sin poder penetrar las estructuras de la dependencia.
Defendieron la independencia de la nación desde sus posibilidades históricas y estas no los favorecían. El mérito está en no haberse rendido cuando todo a su alrededor era ganado por la frustración y el pesimismo. Construyeron un ideal de nación contra viento y marea, y lo defendieron con una sinceridad conmovedora. El desgarramiento sobrevino cuando se percataron de que luchaban contra molinos de viento. La convivencia con el vecino del Norte no era posible sino bajo la más absoluta subordinación.
No fue, sin embargo, una generación improductiva. Nos lega­ron el desacuerdo con el orden impuesto a Cuba por los Estados Unidos, la dignidad cívica ante el latrocinio y el mal gobierno, la reivindicación del derecho de Cuba a la independencia. Fueron hombres cultos, de refinado entendimiento, gestores de una obra intelectual muy aportativa a la cultura nacional. No lograron evitar la injerencia; la Virtud Doméstica era un sueño imposible, pero no dependía de ellos. La dispersión estructural los invalidaba para contrarrestar el poderío norteño. Representaron la izquierda liberal nacionalista, opción con escasas posibilidades de éxito frente al conservadurismo antinacional de la oligarquía plattista.
Su crítica al caciquismo político y a la corrupción administra­tiva, sus afanes moralizantes y educativos, su intensa labor en el campo de la cultura, y su patriotismo indiscutible, contribuyeron a la creación de una conciencia nacional de inconformidad ante el status republicano.
No es esta una etapa vacía en el devenir del pensamiento na­cionalista. El papel de transición que le tocó desempeñar a esta generación tuvo, en ese sentido, la entereza de mantener viva la utopía de la nación independiente en los momentos más difíciles que hubo de experimentar la cultura cubana. Es justo decir que, a pesar de todas sus incompetencias, prepararon el camino de la Segunda Generación Republicana. La crítica que esta hizo de los hombres del Diez no puede ocultamos esa verdad.
Cuando el sujeto de esa cultura, el pueblo cubano, perdía las riendas de su destino histórico y se reconocía incapaz de cambiar las cosas, cuando lo dominaba el escepticismo y la frustración, los intelectuales de las clases medias forjaron una visión optimista del futuro de Cuba y confiaron en que algún día la Isla ocuparía su lugar en el concierto de las naciones completamente libres. Recogían el legado de los forjadores de la nación y proyectaban el ideal, que entonces no podía ser, hacia el porvenir. Mantuvieron enhiestas las banderas de la independencia, a sabiendas de que no sería de ellos el privilegio de alcanzarla.
En otras esferas de la cultura también fueron un momento tran­sitivo. La del Diez es la primera generación filosófica del siglo xx; vive en el espacio crítico donde el positivismo ya no satisface todas sus expectativas, pero no han madurado todavía las corrientes idealistas que debían sustituirlo. A esta generación le debemos el desmontaje del determinismo biológico y la apelación a la con­ciencia y los valores como resortes movilizativos del sujeto. En lo estético, si bien la domina el naturalismo de base positivista, ya aparecían los primeros brotes de psicologismo en la literatura. El concepto de generación-puente es el que mejor define su posición política y cultural.
La Virtud Doméstica es un sistema de ideas intrínsecamente contradictorio. Se mueve en tomo a la idea ejemplar de evitar la injerencia; eso define su esencia nacionalista. Pero las vías por las cuales intentaba lograrlo lo condenaban de antemano al fraca­so. Más allá de su reformismo, con esa incapacidad crónica para tocar las estructuras profundas de la dependencia, proclama una paz universal que desmoviliza las fuerzas de la nación frente al dominio norteamericano. El error principal estaba en invertir las relaciones causales: lo doméstico pasaba a ser condición de la do­minación extranjera. La lógica hacia adentro llevaba implícita to­das las debilidades hacia fuera.
Desde esta plataforma teórica era imposible conjurar la injeren­cia. Ellos no pudieran reformar el sistema político y los Estados Unidos intervinieron en los asuntos internos de Cuba una y otra vez. Se imponía la verdadera relación causal: las deformaciones domésticas tenían su origen hondo en la pérdida de la soberanía nacional, Eso los frustró, pero no los hizo pensadores de pacotilla. Sus posibilidades frente al problema no dependían de su honradez intelectual. El alcance de su pensamiento estaba condicionado por su situación estructural e histórica; admitamos, incluso, que por su disponibilidad teórica, pero en ningún caso se adelantaría gran cosa atribuyéndoles responsabilidades individuales.
Tuvo que ocurrir la crisis de posguerra, cuyas consecuencias se empataron con la crisis cíclica del sistema capitalista mundial entre 1929 y 1933, para que la cultura cubana pudiera superar los postulados de la Virtud Doméstica. Estos fenómenos deses­tabilizaron el sistema y mostraron la verdadera naturaleza de las relaciones neocoloniales. La crisis tensó todos los antagonismos y sirvió de acicate para una progresiva vertebración de los com­ponentes del pueblo-nación. A estas alturas, los sectores medios se habían reconstituido como clase económica y aparecía una burguesía nacional, cuya debilidad estructural no le impedía for­mular un discurso nacional-reformista. La clase obrera alcanzaba cierto nivel de vertebración estructural e ideológica, dejaba atrás su anarcosindicalismo y se sumaba como una fuerza decisiva a la defensa de los intereses nacionales. Este es el escenario que le corresponde a la Segunda Generación Republicana.
En el terreno teórico se le daba un vuelco a la interpretación de los problemas cubanos y se reconstituía la cultura a partir de nuevos criterios filosóficos y estéticos. El relevo generacional no significó la desaparición completa de la Virtud Doméstica. El nacional-reformismo, al menos en su primera etapa, reprodujo algunos de sus puntos de vista. Ya era, sin embargo, una teoría extemporánea, arrollada por la necesidad de cambios radicales. Si en la etapa anterior había tenido razón de ser, en las nuevas circunstancias marcaba las "estaciones" retardatarias de la bur­guesía nacional.

[1] Manuel Sanguily: "En defensa de nuestra soberanía" (discurso pronunciado en el Teatro Martí, La Habana, el 15 de abril de 1907, con motivo de la segunda intervención norteamericana), en La voz múltiple de Manuel Sanguily, Editorial de Ciencias Sociales, La Habana, 1988, pp 165-166.
 
 

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