El virtuosismo de Rigoberto
Segreo,
Triste
es recordar la ausencia de un filósofo de la Historia de Cuba como Rigoberto
Segreo Ricardo, y aflige la temprana desaparición de alguien, cuya labor se
halla inspirada en la más pura ética patriótica.
Como ya lo había disfrutado con el libro
dedicado a la obra de Jorge Mañach, es un privilegio tener las primicias del
lector en La
Virtud Doméstica, publicación
póstuma que honra a la Editorial Oriente, porque a lo largo de cada una de sus
páginas revela la madurez ilustrada de Segreo en sus meditaciones, así como en
su interpretación filosófica del pensar de la clase media cubana, y los
resultados de esta en la literatura y el arte. En su estudio, Segreo convence
acerca de la necesidad de conocer la mentalidad de aquellos intelectuales
cubanos de los comienzos de la República para comprender mejor este pasado.
AI
trabajar en el análisis de los ensayos concebidos por destacados eruditos de
las dos primeras décadas del siglo xx, se muestra la acción filosófica, al
menos, de una élite
intelectual nucleada en
torno a la revista Cuba
Contemporánea, con
interpretaciones teóricas del trascender político de la época correspondiente
al período de la posguerra independentista y los inicios de la República
neocolonial. Segreo pone en tela de juicio, y al descubierto, los presupuestos
ideológicos —los fundamentos especulativos— y también las circunstancias
históricas que justifican el origen de lo que se ha dado en llamar "la
virtud doméstica " de las clases medias cubanas.
En
los ocho capítulos que integran este libro, el autor hace gala de sabiduría,
sin dejar resquicio por donde penetre debilidad argumentativa alguna. Ha
trabajado la personalidad de José Enrique Rodó como padre latinoamericano de
un pensamiento que abandonaba el rígido positivismo en decadencia para asumir
nuevas posturas idealistas, en consonancia con el criterio reflexivo europeo
contemporáneo. Los seguidores en el archipiélago cubano acogen con beneplácito
sus principios de estirpe latinopanamericanista y la vocación universal, su
rechazo al utilitarismo. Ellos fueron, entre otros: Jesús Castellanos, Max
Henríquez Ureña, José Sixto de Sola, Carlos de Velasco, Manuel Márquez Sterling
y José Antonio Ramos. Segreo concentra la atención en las publicaciones de
estos intelectuales cuya directriz de pensamiento humanista, salvo pocas
diferencias, los conduce a un punto semejante: el de la virtud doméstica.
¿Qué es lo que define la virtud
doméstica?: Es la moral del portarse bien, de no alterar el orden interno, de
estar de acuerdo con los postulados de la Enmienda Platt y el Tratado de
Reciprocidad, sin que esto implique dejar a un lado la prédica de la defensa
de la nacionalidad cubana, el fomento de su cultura y el de la
autodeterminación. Es aceptar como un beneficio para la modernidad la
intervención norteamericana de 1898y mantenerla paz interior en el país,
suponiendo que así se lograba el fomento de la nación con el favor de los
intereses económicos norteamericanos y, en última instancia, es el afán de
evitar una nueva intervención militar de los Estados Unidos.
Segreo
considera que esta actitud, de una buena parte de la intelectualidad cubana,
queda consagrada luego de la segunda intervención norteamericana, la que los
convenció de la ineptitud de los cubanos para organizarse y dejar la nación
impotente frente al yanqui. El desinterés se adueña del país, contribuye a la
indiferencia respecto al destino común y propicia el fomento de la corrupción
administrativa. No por casualidad estos hombres que ejercieron, de una forma u
otra, el periodismo consideraban a José Antonio Saco como el ideal del
intelectual, por su reformismo, puesto que ponderaba el orden colonial y estaba
en contra de la revolución independentista, y también por su actitud discriminatoria
ante el negro. Ningún intelectual de inicios del siglo xx creía que la salida
podía ser una revolución, ni siquiera al estilo caudillista de la suscitada en
1906 a raíz del intento de reelección de Tomás Estrada Palma. No tenían en
cuenta el papel de las masas populares en el fomento de la nación, se desentendían
de los problemas de la población humilde para juzgarla incapaz e ignorante, no
querían otorgarle un papel político, así contribuían a la desarticulación de la
estructura social y prohijaban la falta de unidad para enfrentar la intrusión
foránea.
Si
alguien pretendiera objetar la reiteración de juicios en cada uno de los
letrados analizados por Segreo, yo les diría de su necesidad para justificar
la convergencia hacia las mismas ideas del orden social y el ineluctable reconocimiento
de la Doctrina Monroe y el neocolonialismo.
Desempeñan un papel importante en los
orígenes de esta corriente intelectual representantes de la élite oligárquica criolla —como Francisco y
José de Arango y José Antonio Saco— del siglo xix: preconizaban el orden,
pretendían ignorar al pueblo y la condición racial integral de este. Ante la
avenida de la ocupación norteamericana y la proximidad de los Estados Unidos,
imperan el darvinismo social y el fatalismo geográfico que inclinaron la
balanza de los intelectuales nuevamente a esta postura durante las primeras
décadas del siglo xx, heredera en los principios de aquellos que habían
defendido el asimilismo reformista y que ahora se cobijaban en la indolencia
para justificar así la absorción económica al imperio vecino. Las posibilidades
de esta élite
de clase media para
difundir—mediante sus libros, el periodismo y las conferencias— estas ideas,
sin duda influyeron en la conciencia de parte de la población cubana hasta el
punto de trascender el siglo.
El
análisis de La
Virtud Doméstica es
imprescindible para la comprensión de la mentalidad cubana formada desde la
centuria decimonónica y que, a pesar de sus transformaciones, llega al siglo
xx con teóricos que, si bien defienden y predican el fortalecimiento de la
nacionalidad y el Estado cubanos, predicaban la abulia, eran faltos de fe,
ganados por el pesimismo y se escudaban en el choteo para atacar la carencia de
probidad. Con variaciones, acordes al devenir histórico, esta postura pudo ser
asumida por descreídos del destino de autodeterminación de la noción cubana o
por el burócrata que argumenta su "sentido práctico" individual para
justificar el arribismo y el parasitismo.
No es suficiente encomiar un comportamiento
ético riguroso, individual o colectivo, y una razón de ser que descansa en la idealizada democracia, como los intelectuales de "la virtud doméstica", si en el progreso social de un país se
ignora la participación real del pueblo y una verdadera responsabilidad de la
conciencia colectiva cubana para el avance de la nación dueña de su soberanía.
Y la obra, plena de dignidad espiritual, de Rigoberto Segreo, nos lega esta
lección sobre la cual debemos meditar
Olga Portuondo Zúñiga 20 de marzo del 2016
Cautivos
de la Virtud Doméstica
"El talismán interventor consistió en la paz, en evitar los
desgarramientos de la rival ambición;
y su
consecuencia fue, en nosotros, la anestesia colectiva"
Manuel Márquez Sterling
La Virtud Doméstica es un sistema de
pensamiento diseñado para evitar la injerencia norteamericana. Su lógica partía
de la imposición del derecho de intervención, frente al cual las clases medias
se reconocían impotentes. Esa incapacidad hacia fuera los obligaba a
concentrarse hacia adentro. Su única posibilidad de salvar la República era
evitar a toda costa los motivos que pudieran desencadenar la aplicación del
artículo tercero de la Enmienda Platt. Virtud, moralidad, orden interior, es
todo lo que esta intelectualidad puede esgrimir en defensa de los intereses
nacionales.
La independencia resultó ser un bluff histórico y ellos podían hacer muy
poco para evitarlo. Trataron de llenar el vacío que les dejó la pérdida de la
ilusión con la utopía de una Cuba futura, en el deber ser. Mientras tanto,
vivían la agonía de querer cambiar las cosas sin poder hacerlo. Las incapacidades
de entonces inducían todas sus miradas hacia el porvenir. Soñaron un país
independiente que ellos no podrían vivir. Ahí estriba su aporte medular: cuando
todo se derrumbaba, mostraron su desacuerdo y proyectaron el ideal de una
nación soberana.
Los
más claros pensadores de esta generación localizaron las causas de la situación
de Cuba en el terreno estructural. Ellos comprendieron que el flanco débil del
pueblo cubano era la desarticulación de sus componentes, generadora de esa
notable "falta de solidaridad" entre los sectores y clases sociales
del conglomerado social. Llegaron a plantear que el camino para recuperar las
riendas de la nación era constituirse en clase económica, o sea, transferir la
propiedad y las riquezas a manos cubanas. Para ellos eso significaba la
formación de una burguesía nacional. Si no se tenía el control económico del
país, tampoco se podría decidir sobre su destino político.
Los
que comprendieron esa necesidad, reconocían que era una salida a muy largo
plazo y completamente fuera de su alcance. La relegación del cubano frente al
capital español y
norteamericano le
cerraba perspectivas inmediatas al surgimiento de una clase productora, capaz
de defender los intereses nacionales. Eso los dejaba sin sustentación
estructural. La ausencia de una burguesía nacional fuerte, que ejerciera el
liderazgo en el momento en que surgía la República, fue traumático para esta
generación y para el destino de la nación.
No
se había llegado ahí de improviso; era resultado del largo proceso de
expropiación a que habían sido sometidos los cubanos. Desde la cuarta década
del siglo XIX, la burguesía española, que había llegado al poder político en la
metrópoli, rompió el pacto colonial entre los productores de la Isla y la
monarquía, rediseñó las relaciones coloniales e implemento una política
encaminada a desplazar al capital criollo del control económico de la
"joya" antillana. El integrismo aprovechó las guerras por la
independencia para lucrar y hacerse con el dominio económico del país, mientras
que el acontecer bélico traía consecuencias ruinosas para el sector
terrateniente de la mitad oriental, que nunca logró recuperarse. La política
de confiscación de bienes de los desafectos a España fue un desmontaje de las
clases productoras cubanas, a favor de la burguesía española.
Las clases medias, que habían ejercido el
liderazgo de la Guerra del 95, llegaron arruinadas a la República, desarticuladas
de los procesos productivos. Cuando se suponía que iban a ser indemnizadas a
costa del capital español para facilitar su reinserción en la vida económica,
nada de eso ocurrió. España se fue de Cuba, pero la burguesía española se quedó
en el disfrute de sus propiedades; sencillamente cambió de metrópoli. Se aliaba
ahora a los Estados Unidos para implementar el orden oligárquico neocolonial,
donde seguía siendo poder. La avidez del capital norteamericano y la
competencia de la industria de ese país completarían el cuadro que le obstruyó
el paso a una burguesía nacional.
Sin
capacidad para interferir en las estructuras económicas, se dedican a las cosas
que sí podían intentar modificar con la acción inmediata. Todos ellos sitúan
las soluciones en el terreno de la política, la moral y la cultura. La
política, que era la que podía ejercer más presión sobre las estructuras,
partía del principio liberal del dejar hacer a la iniciativa privada, lo cual
le cerraba el paso a toda acción reguladora del Estado.
La impotencia de esta generación no es
ideológica, sino estructural. Nace de la insolvencia histórica de una clase
que, siendo nacionalista, no está en condiciones de defender con éxito los
intereses nacionales. Anhelan la independencia, pero están atrapados por el
derecho de intervención de los Estados Unidos. La Enmienda Platt se presenta
como un pacto entre dos naciones, sancionado por el Derecho Internacional,
frente al cual no hay nada que hacer, a no ser el intento de evitar los motivos
que puedan desencadenar su aplicación.
Más
allá de lo que se pudiera pensar al respecto, no había opciones frente al
derecho de intervención. Se asumía como lo que era: una imposición de la cual
Cuba no podía desprenderse. Para bien o para mal, había que contar con eso
al margen de la voluntad de los cubanos. Todos los subterfugios que se
utilizaron para
enmascarar la Enmienda
Platt, de una parte y de la otra, no logaron encubrir sus verdaderos fines de
dominación, ampliamente denunciados por los intelectuales procedentes de las
clases medias. La subordinación de estos intelectuales al derecho de intervención
no significaba que lo aceptaran; era el reconocimiento de un hecho de fuerza.
Apelar
al compromiso de los Estados Unidos de salvaguardar la independencia de Cuba
era la última trinchera en la defensa de la soberanía bajo las condiciones de
la Enmienda Platt. Si el derecho de intervención no se podía anular, había que
evitar su ejecución. Es ahí donde se abre espacio para la Virtud Doméstica. La
estabilidad y el orden interior de la República se convertían en el único
mecanismo para impedir la injerencia. La paz, la buena administración y el
funcionamiento del sistema político, venían a ser garantías para la existencia
"independiente" de la República.
Las condiciones impuestas por la Enmienda
Platt son las que dictan la lógica de la Virtud Doméstica. Si Cuba no garantiza
el orden interior que ellos necesitan, los Estados Unidos tienen el derecho de
intervenir. Descontado ese derecho, que viene por fatalismo geográfico e
histórico, todo queda en manos de los cubanos; de ellos depende el destino de
la nación. Nos quitaban la soberanía y, para colmo, nos echaban la culpa. Es
así como, lo que tiene su origen fundamental en la política imperialista de los
Estados Unidos hacia Cuba, se transfería al plano doméstico. La existencia de
la República no dependía de la política norteamericana, sino de la capacidad
de los cubanos para el buen gobierno. Este punto de partida viciaba todo el
sistema y lo incapacitaba para una solución real.
La funcionalidad democrática y la
moralidad en el manejo de los asuntos públicos se convierten en un tema
obsesivo para esta generación. Desde esta plataforma realizan una introspección
profunda en la situación de Cuba y su sistema político, una de las más
productivas que se hicieron a lo largo de la República. Apuntan hacia los
déficit del cubano para la vida civilizada, en quien descargan la
responsabilidad de los atolladeros por que atraviesa el país. El eje central de
sus empeños trata de evitar cualquier desorden que ponga en riesgo la
República, desplazando a un segundo plano el peligro mayor, el que viene del
exterior.
La relación causa-efecto quedaba
invertida. La injerencia se presentaba como una obligación salvadora,
solicitada incluso por los propios cubanos, ante la ineficacia del gobierno
propio. En ningún sentido se manejaba la idea de que la disfuncionalidad
republicana estuviera condicionada por la usurpación de la soberanía nacional.
Todo lo contrario, era la disfuncionalidad republicana la que ponía en riesgo
la independencia del país. Un enfrentamiento con los norteamericanos no entraba
en los planes de esta generación, sino la convivencia equilibrada. Las relaciones
con la gran República del Norte se consideraban indispensables, por fatalismo
geográfico y por beneficios económicos, y en no pocos también por seguridad
política.
El
carácter sistémico de la Virtud Doméstica dimana de la trabazón lógica del
conjunto de presupuestos teóricos-que la componen. En una síntesis apretada y
forzosamente esquemática, podrían establecerse tres niveles de sistematización,
que se entretejen en una madeja compleja, pero que son más o menos discernibles:
el primero está relacionado con las causas y las condiciones que alimentan el
sistema, donde las relaciones de Cuba con los Estados Unidos son el centro
nuclear; el segundo, con la introspección intelectual hacia el interior de la
problemática cubana, y el tercero, con las soluciones que se proponen en la
búsqueda de una salida a la situación de Cuba.
Otro
aspecto que le da unidad al sistema es el método de interpretación de los
fenómenos sociales. Defendemos la idea de que la del Diez es una generación en
transición filosófica, pero su método está determinado por el positivismo. El
evolucionismo naturalista es el núcleo de ese método, aun cuando en su seno se
viene produciendo un fuerte cuestionamiento del determinismo biológico y se
asoman teoría idealistas, que reivindican al sujeto y su conciencia. Esto
último todavía no implica una ruptura con la concepción evolucionista de la
historia y de la cultura; en eso estriba, precisamente, su condición de
generación en transición filosófica.
Lo
que le imprime más coherencia a este sistema de ideas es la plataforma clasista
a partir de la cual se formula. La Virtud Doméstica sintetiza el pensamiento
del sector intelectual de las clases medias cubanas durante las dos primeras
décadas del siglo xx. Las posibilidades de estos sectores para dialogar con los
problemas cubanos y construir soluciones son de primera importancia. Las ideas
aquí se cocinan en permanente contrapunteo con la realidad; de ahí que la
capacidad real, objetiva, de estos sectores para encarar el problema, marque de
manera tan intensa la lógica y la
dinámica interna de su pensamiento. El nacionalismo de estos sectores fue tan
importante para el sistema como su incapacidad para sostenerlo con eficiencia.
Esta
generación se mueve entre la admiración a los Estados Unidos, por un lado, y la
resistencia a la injerencia, por el otro. El mito de la ayuda norteamericana,
de aceptación general, es lo que mejor tipifica su posición con respecto a la
potencia del Norte. La mayoría de estos intelectuales aceptan la Doctrina
Monroe, o sea, creen en la misión protectora de los Estados Unidos frente al
peligro de las potencias europeas. Pesan en ellos la pujanza económica de aquel país, su democracia política, y su contribución
real a la lucha contra España, muy bien manipulada por la propaganda
norteamericana.
Las relaciones de Cuba con los Estados
Unidos son asumidas como inevitables. La tesis del fatalismo geográfico e
histórico, de evidente factura positivista, predomina en todos los niveles
sociales. Esas relaciones se consideraban necesarias, sin las cuales no se
concebía el progreso del país. Tales visiones estaban condicionadas por el
crecimiento económico sostenido y el proceso de modernización que vivía la
Isla. El acceso al mercado norteamericano, a su tecnología y sus capitales,
provocaron rápidas transformaciones estructurales, que dejaban atrás la
economía tradicional heredada de la colonia. El crecimiento promedio del PIB al
4 % anual y una balanza comercial favorable, creaban un estado de prosperidad
colectiva, que no dejaba ver los efectos deformantes de las relaciones
neocoloniales.
Se
ha llegado a hablar del milagro cubano, para indicar el crecimiento explosivo
de esos años, que atrajo una significativa corriente de inmigración española y
antillana. Si la conciencia social de entonces no podía identificar los
estragos negativos de las relaciones neocoloniales, era porque todavía no se
habían manifestado en toda su agudeza. Se oponían a la desnacionalización de
las riquezas, pero seguían creyendo en la necesidad de los capitales
extranjeros y
en la buena voluntad de
los Estados Unidos. Hombres experimentados, como Manuel Sanguily, Enrique José
Varona y Femando Ortiz, alimentaban el mito de la ayuda norteamericana.
Un capítulo particular de las relaciones
con los Estados Unidos es la Enmienda Platt. Ha quedado dicho que el punto de
arrancada de la Virtud Doméstica es el derecho de intervención. Los
intelectuales procedentes de las clases medias compartían con la oligarquía
hispano-cubana algunos puntos justificativos de la Enmienda, peTo se situaban en una posición
diametralmente opuesta al pensamiento plattista. Mientras que la oligarquía
utilizaba todos los recursos a su alcance para justificar el orden impuesto,
del cual ella era su usufructuario doméstico; los intelectuales de las clases
medias la aceptaban como una imposición frente a la cual estaban desamados, y
lo único que podían hacer era tratar de evitar su ejecución efectiva. La propia
Enmienda, al presentar a los Estados Unidos como garantes de la independencia
de Cuba, les proporcionaba un argumento al cual se aferraban con uñas y
dientes.
La
Virtud Doméstica se vuelve hacia el interior de los problemas cubanos de una
manera acuciosa. El sistema político es sometido a un análisis de rigor. Se
desmontan las máscaras del caciquismo. En este punto llegan a plantear la idea
de que las insuficiencias de los partidos, al carecer de bases sociales bien
configuradas en lo económico, es lo que le abre espacio a la manipulación de la
política por los caciques. Allí donde la clase falta, impera el caudillo.
La
crítica sistemática a la corrupción es un aspecto de alta productividad en este
tipo de pensamiento. Los dos fenómenos se unen: los afanes por el poder quedan
ligados a la concepción de la política como medio de vida. Esta generación hizo
una cala a fondo de la disfuncionalidad republicana. Las luchas fratricidas y
el latrocinio son identificados como los lastres fundamentales del sistema político, no solo hacia su interior, sino
que ponen en riesgo a propia existencia de la República. Sería injusto negarles a estos intelectuales esa contribución, aunque no alcancen a
deslegitimar e1 orden establecido.
La inconformidad y la protesta
son los rasgos que caracterizan el pensamiento de los hombres
de la Virtud Doméstica. En cualquier registro de la cultura —cuento,
novela, ensayo, periodismo, libro, teatro, etc.— se encuentra esa
desoladora condición del hombre arrastrado
por
las circunstancias. De la denuncia se pasa a la derrota sin transferencia
alguna. Los personajes, reales o ficticios, encaran una situación
que
no comparten, pero acaban evadiéndose de ella, tratando
de
ascender en la escala social, o completamente vencidos, lo interesante,
en
realidad, es que estos intelectuales, a pesar de ser derrotados por la
historia, son optimistas y siguen creyendo en el
futuro de la nación.
Desde la plataforma
estructural y política en que se movían, caracterizada
por
su desarticulación como clase económica y por la
imposición del derecho de intervención, no podían proponer soluciones
realmente
viables. No solo atacaban las causas internas, sino que
lo hacían desde la moral y la cultura. Su incapacidad para enfrentar los
poderes
externos que subyugaban a la nación, los deja empantanados en
los conflictos domésticos. Y estos no fueron enfrentados
desde
los cambios estructurales que necesitaban y que estaban
fuera de su alcance, sino desde una perspectiva reformista.
Creyeron que logrando la funcionalidad democrática
podían conjurar la injerencia, pero lo cierto
es que ni siquiera tenían capacidad para mejorar el sistema
político.
Emprenden una verdadera
campaña de moralidad y de instrucción para el buen desempeño
del ciudadano, con la esperanza de que eso pueda sanear el
sistema político. Evadían el fondo del problema y, en
consecuencia, apenas podían rozar las estructuras el caciquismo. El método, de
matriz positivista, se empalma con 1 objetivo de alcanzar la
estabilidad republicana. El gobierno científicamente dirigido por los
intelectuales, que son los únicos que tienen la capacidad para
hacerlo, se convierte en un ideal.
Confían
en que la educación y la cultura permitan formar los ciudadanos ejemplares que
el sistema político necesita. La sociedad es entendida desde un evolucionismo
natural, donde las conmociones políticas quedan desterradas.
La
propia concepción de la democracia científica, de élite, tiene un carácter selectivo, al promover
a los mejores, a los más capaces. Los hombres comunes, las masas, quedan
reducidas a simple número, destinadas solo a legitimar la democracia a través
del voto, pero sin capacidad para el ejercicio de gobierno. Todo lo que se
puede hacer con ellas es prepararlas para la vida política civilizada, a fin de
evitar que apoyen el ascenso al poder de hombres incultos. Este es uno de los
puntos más débiles de la Virtud Doméstica, que reduce su base social y, con
ella, sus posibilidades de éxito.
Con
tal de evitar la injerencia y salvar la República, la Virtud Doméstica
rechazaba toda agitación que desestabilice el orden interior. Un hombre como
Manuel Sanguily expresaba en 1907, bajo el trauma de la segunda intervención:
Nadie
ni por ningún motivo tiene nunca, y hoy menos que nunca, el miserable derecho
de perturbar y dividir la patria. Ante su altar augusto debemos deponer
contritos las ambiciones y la cólera, ¡y seque nuestra maldición la mano que
se alce audaz contra la concordia y la paz! ¡No sé quién dijo que el principio
de las cosas no fue el Verbo sino el Amor, y yo clamo porque venga compasivo a
confundimos en un ósculo santo de fraternidad al término de nuestras querellas
olvidadas![1]
La
Virtud Doméstica ejerce un efecto paralizante sobre las fueras nacional es. La
paz universal que proclama criminaliza cualquier acción interna que pueda dar
pie a la intervención. Todo se subordinaba a la pervivencia de la República, lo
cual era, en el fondo, un espaldarazo al sistema. La serpiente se mordía su propia cola, estaban
encerrados en un círculo vicioso: el mecanismo a través del cual intentaban
evitar la injerencia, los obligaba a desarmarse, los inducía al quietismo
desmovilizador, le cerraba el paso a la acción de las masas, sin las cuales era
imposible lograr lo que querían.
En
realidad, ese fenómeno tenía causas más profundas. La desarticulación estructural
de los componentes del pueblo-nación y la desintegración económica de las
clases medias los maniataban como sujetos históricos y los convertían en
víctimas del sistema. Sus teóricos se comportaban como
"francotiradores", como hombres solitarios, incapaces de atraer al
pueblo. Su elitismo y su menosprecio a las masas no eran solo tesis esenciales
de su método, expresaban también su propia enajenación con respecto a su clase
y en relación con las demás fuerzas sociales.
La Virtud Doméstica no reconocía el
derecho de los obreros, de los campesinos y de los negros a luchar por sus
demandas. Descalificaba los movimientos sociales en el mismo sentido que lo
hacía con las querellas políticas. Esto significaba, por un lado, la exclusión
en su programa de los intereses de las grandes masas, reforzando su aislamiento
social; por el otro, era una defensa implícita del estado de cosas, donde el
capital salía favorecido frente al trabajo. La condena a cualquier desafío del
orden legitimaba al sistema.
A
pesar de eso, el saldo histórico de esta generación es positivo. El
nacionalismo es el núcleo duro de la Virtud Doméstica. Creyeron, con
ingenuidad, que la preservación de la institucionalidad republicana garantizaba
la soberanía. Ese error venía del hecho de que sus soluciones se situaban en el
terreno de la cultura, de a moral y de la política, sin poder penetrar las
estructuras de la dependencia.
Defendieron
la independencia de la nación desde sus posibilidades históricas y estas no los
favorecían. El mérito está en no haberse rendido cuando todo a su alrededor era
ganado por la frustración y el pesimismo. Construyeron un ideal de nación
contra viento y marea, y lo defendieron con una sinceridad conmovedora. El desgarramiento
sobrevino cuando se percataron de que luchaban contra molinos de viento. La
convivencia con el vecino del Norte no era posible sino bajo la más absoluta
subordinación.
No
fue, sin embargo, una generación improductiva. Nos legaron el desacuerdo con
el orden impuesto a Cuba por los Estados Unidos, la dignidad cívica ante el
latrocinio y el mal gobierno, la reivindicación del derecho de Cuba a la
independencia. Fueron hombres cultos, de refinado entendimiento, gestores de
una obra intelectual muy aportativa a la cultura nacional. No lograron evitar
la injerencia; la Virtud Doméstica era un sueño imposible, pero no dependía de
ellos. La dispersión estructural los invalidaba para contrarrestar el poderío
norteño. Representaron la izquierda liberal nacionalista, opción con escasas
posibilidades de éxito frente al conservadurismo antinacional de la oligarquía
plattista.
Su
crítica al caciquismo político y a la corrupción administrativa, sus afanes
moralizantes y educativos, su intensa labor en el campo de la cultura, y su
patriotismo indiscutible, contribuyeron a la creación de una conciencia
nacional de inconformidad ante el status republicano.
No
es esta una etapa vacía en el devenir del pensamiento nacionalista. El papel
de transición que le tocó desempeñar a esta generación tuvo, en ese sentido, la
entereza de mantener viva la utopía de la nación independiente en los momentos
más difíciles que hubo de experimentar la cultura cubana. Es justo decir que, a
pesar de todas sus incompetencias, prepararon el camino de la Segunda
Generación Republicana. La crítica que esta hizo de los hombres del Diez no
puede ocultamos esa verdad.
Cuando
el sujeto de esa cultura, el pueblo cubano, perdía las riendas de su destino
histórico y se reconocía incapaz de cambiar las cosas, cuando lo dominaba el
escepticismo y la frustración, los intelectuales de las clases medias forjaron
una visión optimista del futuro de Cuba y confiaron en que algún día la Isla
ocuparía su lugar en el concierto de las naciones completamente libres.
Recogían el legado de los forjadores de la nación y proyectaban el ideal, que
entonces no podía ser, hacia el porvenir. Mantuvieron enhiestas las banderas de
la independencia, a sabiendas de que no sería de ellos el privilegio de
alcanzarla.
En
otras esferas de la cultura también fueron un momento transitivo. La del Diez
es la primera generación filosófica del siglo xx; vive en el espacio crítico
donde el positivismo ya no satisface todas sus expectativas, pero no han
madurado todavía las corrientes idealistas que debían sustituirlo. A esta
generación le debemos el desmontaje del determinismo biológico y la apelación a
la conciencia y los valores como resortes movilizativos del sujeto. En lo
estético, si bien la domina el naturalismo de base positivista, ya aparecían
los primeros brotes de psicologismo en la literatura. El concepto de
generación-puente es el que mejor define su posición política y cultural.
La
Virtud Doméstica es un sistema de ideas intrínsecamente contradictorio. Se
mueve en tomo a la idea ejemplar de evitar la injerencia; eso define su esencia
nacionalista. Pero las vías por las cuales intentaba lograrlo lo condenaban de
antemano al fracaso. Más allá de su reformismo, con esa incapacidad crónica
para tocar las estructuras profundas de la dependencia, proclama una paz
universal que desmoviliza las fuerzas de la nación frente al dominio
norteamericano. El error principal estaba en invertir las relaciones causales:
lo doméstico pasaba a ser condición de la dominación extranjera. La lógica
hacia adentro llevaba implícita todas las debilidades hacia fuera.
Desde esta plataforma teórica era
imposible conjurar la injerencia. Ellos no pudieran reformar el sistema
político y los Estados Unidos intervinieron en los asuntos internos de Cuba una
y otra vez. Se imponía la verdadera relación causal: las deformaciones
domésticas tenían su origen hondo en la pérdida de la soberanía nacional, Eso
los frustró, pero no los hizo pensadores de pacotilla. Sus posibilidades frente
al problema no dependían de su honradez intelectual. El alcance de su
pensamiento estaba condicionado por su situación estructural e histórica;
admitamos, incluso, que por su disponibilidad teórica, pero en ningún caso se
adelantaría gran cosa atribuyéndoles responsabilidades individuales.
Tuvo
que ocurrir la crisis de posguerra, cuyas consecuencias se empataron con la
crisis cíclica del sistema capitalista mundial entre 1929 y 1933, para que la
cultura cubana pudiera superar los postulados de la Virtud Doméstica. Estos
fenómenos desestabilizaron el sistema y mostraron la verdadera naturaleza de
las relaciones neocoloniales. La crisis tensó todos los antagonismos y sirvió
de acicate para una progresiva vertebración de los componentes del
pueblo-nación. A estas alturas, los sectores medios se habían reconstituido
como clase económica y aparecía una burguesía nacional, cuya debilidad
estructural no le impedía formular un discurso nacional-reformista. La clase
obrera alcanzaba cierto nivel de vertebración estructural e ideológica, dejaba
atrás su anarcosindicalismo y se sumaba como una fuerza decisiva a la defensa
de los intereses nacionales. Este es el escenario que le corresponde a la
Segunda Generación Republicana.
En
el terreno teórico se le daba un vuelco a la interpretación de los problemas
cubanos y se reconstituía la cultura a partir de nuevos criterios filosóficos y
estéticos. El relevo generacional no significó la desaparición completa de la
Virtud Doméstica. El nacional-reformismo, al menos en su primera etapa,
reprodujo algunos de sus puntos de vista. Ya era, sin embargo, una teoría
extemporánea, arrollada por la necesidad de cambios radicales. Si en la etapa
anterior había tenido razón de ser, en las nuevas circunstancias marcaba las
"estaciones" retardatarias de la burguesía nacional.
[1]
Manuel Sanguily: "En defensa de nuestra soberanía" (discurso
pronunciado en el Teatro Martí, La Habana, el 15 de abril de 1907, con motivo de la segunda intervención norteamericana),
en La voz múltiple de Manuel Sanguily, Editorial de Ciencias Sociales, La Habana, 1988, pp 165-166.
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