domingo, 20 de noviembre de 2016

Todo, como el diamante, antes de luz fue carbón

Por Zulema Samuel del Sol
Sobre la habanera barriada de Cayo Hueso, andaba por el 1945 Rolando,
un estudiante de la Escuela de Artes y Oficios. Las ropas de lino,
cubrían un cuerpo al que su altura -aproximadamente 1,85 metros-
desproveía de músculos. En sus bolsillos, dos manos negras que recién
terminaban las maniobras de operario en el taller judío de brillantes,
en la esquina de Espada y Jovellar. Dos manos retraídas que rehuían el
contacto excesivo. Un leve roce podía entintar las calles con polvo de
diamantes.
En los años veinte del pasado siglo, Josefina Russel y su hermana
llegaron a Cuba. Escapaban de Jamaica y de la pobreza hacia los
ingenios de la Isla, donde los haitianos y jamaiquinos-apodados en la
época como la tercera clase- se incorporaban a los cortes de cañas y
el bagazo de los centrales. Trabajadores temporales, que contrataban
por tres meses y expulsaban en el tiempo muerto. Una vida laboral con
más sequías que sembrados.
En el reparto de Maidique, en los márgenes de la línea ferroviaria de
Ciego de Ávila a Júcaro, en el sur, y a Morón en el norte, Josefina
tuvo a su único hijo: Rolando Samuel. De su padre, se sabe lo justo.
Se marchó antes de que el niño aprendiera a caminar. Rolando nació en
1927, en los tiempos de la hambruna, donde la harina, la calabaza, el
boniato y la manteca de puerco visitaban de vez en vez las casas
pobres.
Conocía a pocos en el pueblo: un par de muchachos con los que jugaba a
las bolas, los vaqueros y ganaderos de la finca de los Gonzáles Mena,
donde su madre cocinaba, y los policías de la guardia rural. De los
últimos no recuerda caras, solo las voces estridentes del "Dale cuero
a esos muchachos". Se los encontraba de vez en cuando, o más bien
ellos lo encontraban, brincando las cercas de las haciendas en busca
de mangos o tomando las cañas de azúcar de los ferrocarriles
provenientes del central Baraguá. Le perseguían a caballo con cueros
largos al que los muchachos llamaban bicho de buey. De estos
encuentros siempre quedaban recuerdos en forma de marcas.
….
Ahora, Rolando vive en un pequeño apartamento en Nuevo Vedado. Su
cuarto es un estudio, la cama una mesa de dibujo, las sillas,
escaparates y repisas, estanterías de libros de arquitectura y planos
de edificios. La única pista de sus ochenta y nueve años es un pequeño
temblor en la mano izquierda. Por lo demás, su cuerpo parece haber
recesado hace una década el envejecimiento. Cuenta su juventud a la
manera de Funes, el memorioso, de un talante que solo el síndrome de
Savant podría justificar.
"Vinimos para La Habana en 1936, para de aquí irnos hacia Estados
Unidos con los familiares de mi mamá, pero varias cosas nos
retuvieron. Primero conocimos en La Habana lo que era el racismo,
diferente de los pueblos de campo, donde solo había discriminación en
los centrales azucareros de blancos americanos, canadienses o
ingleses. Después de la primera invitación de mi madrina, Beatrice
Williams, a quedarnos con ella en Long Island, le pedí un tiempo para
pensarlo. Ella me contaba cómo la trataron en algunas ciudades
norteamericanas. En una ocasión el mesero de un Drive In en Washington
tiró contra el mostrador el vaso en el que había tomado su coca cola.
Historias como esa fueron llegando a mis trece años cuando conocí a
Harold Morris. Él estudiaba en un High School de New Orleans y venía
en las vacaciones con el padre y el hermano mayor. Le gustaba estar
entre nosotros y jugar pelota, a pesar de ser norteamericano, y ya
hablaba algo de español. Su padre me explicaba todos los problemas
raciales en Estados Unidos con el jeanclaudismo. Me contaba cómo los
negros de la Florida tenían que correrse hacia el fondo de los
transportes públicos cuando se montaban los blancos.
Poco después del ataque a Pearl Harbor, Harold regresó a Cuba con más
anécdotas para luego irse a la Isla de Guadalcanal, como sargento del
ejército norteamericano. En esa época se hizo novio de Paquita, una
estudiante de la escuela de odontología, y antes de irse me dejó a
cargo de cuidar a la muchacha. Tuvo la suerte de regresar entero de la
guerra y poder casarse con ella."
Al llegar a La Habana y hasta mediados de los cincuenta, Rolando y su
familia vivieron en un edificio de Cayo Hueso, en la esquina de
Infanta y Jovellar. Pagaban los 17 pesos de renta mensual, alquilando
una de las tres habitaciones. Los otros gastos se costearon en un
inicio con el sueldo de su madre, que rondaba lo veinte pesos. Fue
cocinera y repostera de familias adineradas como los Hedges, dueños de
las hilanderías de Ariguanabo y Matanzas y los López Serrano.
Por aquellos años el salario promedio rondaba los treinta o cuarenta
pesos mensuales. "La comida no era una preocupación, las mercancías
eran muy baratas, el arroz costaba dos o tres pesos, la manteca de
cerdo y la sal casi que te la regalaban en las bodegas. Ibas a la
bodega con diez pesos y salías con la comida completa." Tampoco lo era
el transporte con un importe de cinco o seis centavos por pasajero. La
mayoría de las rutas pertenecían a particulares españoles, integrados
como accionistas a la Cooperativa de Ómnibus Aliados, dirigida durante
el 40 y el 50 por Menelao Mora Morales. Los autobuses, en su mayoría
de las firmas General Motors y Ford, pasaban uno tras otro, siendo la
ruta 44 la más tardía con un lapso de 20 minutos entre una guagua y la
siguiente. El problema eran las universidades, los médicos, los
clubes, las ropas.
Las salidas nocturnas de Rolando, no eran ni muy lejanas ni tan
nocturnas. Se sentaba con los vecinos en las esquinas de Mudarra y
Peñate, de Infanta y San Lázaro o en el Parque Trillo. Casi tan
puntual como los ómnibus, pasaba a las 10:30 un carro negro con dos
hombres que rondaban los pesos Mike Tyson, sentados en los asientos
traseros con las ametralladoras apoyadas en las ventanillas. En la
parte del conductor iba el capitán de la demarcación en su ronda
habitual. Los muchachos tenían cinco minutos para perderse por entre
las casas. Los cinco minutos que demoraba el auto en doblar la
esquina.
Algunas veces las muchachas lo invitaban a él y a sus amigos a las
fiestas de los días de carnaval. La única exigencia era que trajeran
con ellos una botella de ron. Rolando y sus amigos-que para estos
casos no eran más de cuatro-se daban un quiño y corrían hacia sus
casas. Revisaban gavetas, pedían algún que otro favorcito a las
madres, para así, horas más tarde reunirse y entre todos contar el
dinero. Si llegaban a la suma de 70 centavos, tenían asegurada una
botella de ron Peralta, la marca más barata de la época, y por ende la
invitación. Durante los próximos siete años frecuentaría más los
parques que las fiestas.
En la década de 1940 y hasta finales de los cincuenta, la instrucción
pre-universitaria se dividía en dos ramas: las Letras con títulos de
Bachiller y las industriales. Estas últimas estaban representadas por
las Escuelas de Artes y Oficios de La Habana y Santiago de Cuba y la
Escuela Industrial de Rancho Boyeros. Las Escuelas de Artes y Oficios
eran centros populares que les aseguraban a las familias con menos
ingresos buenos contratos para sus hijos al terminar los cinco años
lectivos . Con tales pretensiones, Rolando comenzó sus estudios en
Construcción Civil en 1942.
Antes de graduarse de la Escuela de Artes y Oficios fue el cadi de Mr.
Wolf en el campo de golf de la finca El Cano. Los veinte centavos
semanales que le daba Wolf le aseguraban una salida al cine, sin
acompañante, y un refresco. Su suerte fue la esencia comercial y de
servicios que por aquellos años tenían las calles de Cayo Hueso. En
cualquier esquina estaban los "narra"-chinos con negocios de
tintorerías- o los hospedajes, emplazados a lo largo de Infanta, desde
Carlos III hasta Malecón, para universitarios del interior del país
que ingresaban en la Casa de Altos Estudios de La Habana.
Rolando sirvió de mensajero de las familias que cocinaban para las
residencias estudiantes. Con el trabajo de repartidor de cantinas
obtenía cinco o siete pesos semanales. Gracias a este empleo se compró
su primer traje, de saco almidonado con umbrelas y estampa carmelita.
Una prenda simple de una tienda de Belascoaín, que junto a los
primeros zapatos "de salir", a la usanza moderna de dos tonos blancos
y marrones engrosaron un guardarropa hasta entonces estático. Ninguna
de las dos piezas superaba los siete pesos.
A inicios de los años cuarenta, durante la Segunda Guerra Mundial,
muchos empresarios europeos se establecieron en Cuba y montaron
talleres para pulir diamantes. Uno de estos locales radicó hasta 1947
en la esquina de Espada y Jovellar, a poco más de una cuadra de
distancia del apartamento de Rolando. Y como Cayo Hueso es un pañuelo,
el joven estudiante y el dueño del naciente taller no demoraron mucho
en encontrarse.
Los judíos buscaban trabajadores con algunas capacidades de dibujo y
una carta de recomendación que lo avalara. Era costumbre entre estos
oficios pedir a los aspirantes alguna suma de dinero como garantía,
para solventar las pérdidas si se fugaran con los diamantes. Rolando
vio a varios esconder las piedras preciosas bajo el doble tacón de sus
zapatos para luego salir medio aterrados, medio campantes, por la
puerta principal del taller. En este caso se pedían doscientos pesos
que serían devueltos una vez terminado el contrato de cada empleado.
Rolando se presentó en el taller a los pocos días con la carta de
recomendación y doscientos pesos que su madre le había pedido en
calidad de préstamo a Caridad López Serrano, a quien servía de
cocinera hace algunos años. No era sorprendente que la señora prestara
tal suma a los empleados, su padre José López Rodríguez, un millonario
gallego a quienes todos llamaban Pote, se había suicidado durante la
Depresión de los años 20 ante una gran pérdida de activos. Pensándolo
pobre, muchos fueron a inspeccionar las cifras de los López Serrano.
Dicen las malas lenguas que Pote se fue a la tumba con dos millones de
pesos en el banco.
Si en seis meses Rolando aprendía el arte de hacer brillantes, se
convertía en operario y pasaba del sueldo de aprendiz-quince pesos
semanales- al pago por cada pieza pulida en el día. Al mes y medio de
su ingreso, tallaba tantos diamantes como los operarios, en su mayoría
polacos de origen judío. Ganaba semanalmente treinta pesos tallando
poco más de veinte piezas.
Todavía le relaja contar el proceso por el que pasaban los diamantes.
Mueve las manos como imitando la rueda que percute bajo la piedra.
"Nos daban un sobre pequeño con diamantes en bruto para pulirlos, eran
del tamaño de un grano de garbanzo con capas oscuras. Nuestro trabajo
era ponerlos arriba de un disco giratorio con polvo de diamante e ir
haciéndoles las distintas caras o culecs, como les decían los judíos.
Cuando a esa piedra oscura le pulías todas las caras sacabas un
brillante."
Dos años más tarde, al término de la Segunda Guerra Mundial, los
dueños del taller cerraron todo y regresaron a Europa. Mientras
Rolando, recién graduado de Artes y Oficios se marchó hacia la zona
franca de Matanzas, a trabajar como constructor en la hilandería que
estaban erigiendo los Hedges, para quienes trabajaba Josefina en esta
época. Al llegar, el ingeniero de la obra le pidió que guardara su
título de Artes y Oficios, porque allí solo obtendría labores de peón:
cargar bloques, recoger arena, etc.
"Como me acababa de graduar y tenía otras pretensiones, a pesar de que
me pusieron de peón, no me negué. En definitiva lo que quería era
aprender, y esas eran construcciones de mucha envergadura con grandes
industrias de todo tipo, almacenes y galerías gigantescas. Me dije:
bueno, voy a trabajar a lo mejor durante un año y el salario que
reciba lo guardaré para pagar la matrícula de la universidad."
Un año después, ingresó a la Facultad de Arquitectura gracias a unas
becas gratis que entregaba el gobierno a las familias en estado de
pobreza. Junto a él ingresaron para 1947-1948 poco más de setenta
estudiantes, entre ellos tres negros: Vicente Ofarrill, Félix W.
Arrieta y Rolando Samuel. La Facultad era un edifico clásico de seis
pisos, erigido frente al Hospital Calixto García. Las clases se
recibían en tres sedes: La Facultad de Ciencias donde impartían las
Matemáticas, la de Ingeniería para las lecciones de Estructura y la de
Arquitectura donde recibían las temáticas principales.
El primer semestre con nueve asignaturas, en su mayoría relacionada
con las matemáticas -apodada por alumnos de Arquitectura como "la
cadena"-, sería para Rolando la etapa más compleja de los seis años de
carrera: "Al mes de dar clases con Mario González, mi profesor de
Matemáticas, ya no entendía nada de lo que explicaba. Porque las
Matemáticas que te impartían en el nivel de Bachillerato-el nivel
medio- te servían únicamente para comprender un mes de clases de
Álgebra, Geometría Descriptiva y del Espacio o Trigonometría a nivel
universitario."
El paliativo solía encontrarse en las Academias de las zonas de Mazón,
San Lázaro e Infanta hasta la Plaza Mella, en frente a la Universidad.
Estas eran pequeños colegios privados donde se impartían clases y
repasos de asignaturas universitarias. Entre las más famosas estaba la
de Anatomía del profesor Isidro Hernández, en la calle San José entre
Gervasio y Escobar. Un local con gradas a la usanza griega, donde se
colocaban religiosamente todos los estudiantes de Medicina. Las
Academias de Matemática, por su parte, estaban dispuestas en la
explanada que colinda con la Plaza Mella. Los estudiantes de
Arquitectura e Ingeniería asistían a la de Carlos Ramírez por el
precio de cinco pesos al mes. Un pago que Rolando sin tiempo para
repartir cantinas, ni taller de diamantes al que asistir, no podía
permitirse. Sin embargo el profesor Ramírez, le ofreció clases de
todas las Matemáticas gratuitamente durante tres años. Algún tiempo
después, a mediados de los años cincuenta y tras algunos ahorros,
Rolando tocó la puerta de su antiguo profesor, dejándole quinientos
pesos y las gracias.
Sin embargo, Ramírez no fue el único alivio de Rolando: "A los que
éramos muy pobres, que éramos pocos dentro de Arquitectura, nos
ayudaron mucho los empleados de la Universidad. Porque en aquella
época teníamos que comprar papel para dibujar y muchos de nosotros no
teníamos dinero. Los bedeles tenían un local donde vendían lápices,
papeles, cartabones y nos fiaban siempre algunas herramientas. También
había que comprar muchos libros de texto y eran muy caros-costaban dos
pesos-. Pero a la derecha de la escalinata estaba la librería Alma
Máter, donde te vendían libros de uso mucho más baratos."
Hasta su tercer año, Rolando impartió clases de Matemática e Inglés a
sus compañeros de curso, en su mayoría hijos de profesionales
influyentes u otras élites habaneras, como los nietos del general
Menocal. "Ellos normalmente no iban a clases, eran hijos de familias
muy ricas y andaban siempre de parranda en el Hipódromo y los Jazz
Clubs. Y cuando venía la temporada de exámenes me llamaban para que
les repasara. Con ese dinerito pagaba los libros y guardaba un poco
para la matrícula anual, que rondaba los cuarenta y cinco pesos."
La Universidad que conoció Rolando la cubría un aire denso de restos
de pólvora y metralla. "Era la época de gansterismo dentro de la
Universidad y muchas luchas internas para copar la Federación
Estudiantil Universitaria (FEU). La mafia secuestraba a los candidatos
al secretariado de la FEU, sobre todo a los presidentes de las
facultades, para que salieran los candidatos que ellos postulaban en
las elecciones. Asesinaron a muchos estudiantes mientras estuve allí,
entre ellos a un alumno que era el administrador del Balneario
Universitario."
Ramón Grau San Martín con aires de psiquiatra sin papeles justificaba
cada escaramuza durante su segundo mandato como la escapada tácita de
una psicosis de guerra: "Cuando se termina la Segunda Guerra Mundial y
la Guerra Civil Española, muchos cubanos que habían luchado allá
volvieron para Cuba, como Emilio Tró. En los gobiernos de Grau San
Martín y Carlos Prío Socarrás obtuvieron altos grados dentro la
policía, fomentando la corrupción como hiciera Antonio Morín Dopico,
jefe de la Policía de Marianao. Pero a su vez, empezaban a enfrentarse
entre sí, dando pie a la guerra de Orfila."
Grau San Martín, proveniente de las cátedras universitarias, obtuvo la
presidencia gracias a los votos de los estudiantes y las mujeres: "Los
había convencido con su vocabulario cantinflesco y la famosa frase de
"las mujeres mandan". Durante su segundo mandato los grupos mafiosos
de los gánster Morín Dopico y Mario Salabarría se enfrentaron en 1947
en el reparto Orfila.
"Cuando le contaron a Grau lo que estaba ocurriendo en Orfila él dijo
"déjenlos, para ver si se matan entre ellos". Después para paralizar
aquello tuvo que venir el teniente coronel Lázaro Landeira, jefe de
los tanques del Ejército, porque la policía no pudo controlar la
situación y Grau había actuado prácticamente como Poncio Pilatos. Allí
asesinaron a la esposa de Dopico que estaba en estado. Ella había
salido con una bandera blanca y a pesar de eso la mataron. El caso de
Orfila fue un escándalo, que se pudo descubrir porque Eduardo
Hernández, el Guayo, un famoso periodista y fotógrafo, arrastrándose
por el piso pudo captar el hecho y publicarlo en el Noticiero
Nacional. Grau ante la opinión pública mundial se vio obligado a
sancionar a los gánsteres implicados."
Poco después de los sucesos de Orfila los periódicos empezaban a
coparse de pequeñas notas rojas. Entre sus columnas apareció más de
una vez Orlando León Lemus, "El Colorado", un estudiante de la Escuela
de Artes y Oficios que se había implicado en la Guerra de Orfila,
cuyas matanzas aterrorizaban las barriadas habaneras.
Los amigos de Rolando que vivían en la calle Vapor trabajaban en los
hoteles y bares prestigiosos de la capital. Entre ellos estaba Samá,
el único empleado negro del Hotel Nacional que trabajó durante los
años 50 en la lavandería del sótano. De ellos escuchaba los rumores de
visitas de gánsteres americanos a El Nacional y el Sans Souci. Meyer
Lansky, le dio propina a más de un conocido suyo.
De Yamil Chade, el manager del boxeador Kid Gavilán y amigo íntimo del
jefe de la compañía Naroca, con la que se relacionaría en quinto año,
Rolando escuchaba las aventuras de sus vecinos: "Había un muchacho de
mi barrio que era garrotero, le daba dinero en préstamo a los artistas
con el capital de fondo que le habían dado los mafiosos. Un buen día
se perdió con el dinero-alrededor de un cuarto de millón- y la mafia
americana empezó a amenazar a los cubanos. Parece que el coronel
Fernández, el cuñado de Batista, estaba metido en eso también y dicen
las malas lenguas que el americanito le dijo "Busca el dinero, porque
ese cargo no lo vas a tener toda la vida". Y apareció. Era toda una
vida de corrupción, todos esos hoteles como El Capri estaban
controlados por la mafia americana, que había invertido en ellos
durante los años 50."
También en Infanta y San Lázaro, a unos metros del apartamento de
Rolando, se suscitaban otros enfrentamientos, esta vez entre oficiales
y estudiantes. "Todas las broncas que se dieron por aquellos años
entre los universitarios y los gobiernos, tanto de Grau San Martín con
el jefe de policía Caramé como de Prío tuvieron lugar en Infanta y San
Lázaro. Porque nosotros hacíamos muchas manifestaciones hacia La
Habana Vieja y la policía nos esperaba en esa esquina para meternos
chorros de agua y darnos golpes. Yo no podía escapar porque vivía en
la otra esquina y cuando la Policía acordonaba la Universidad, toda
esa zona también se cercaba."
Era costumbre en aquella época, que los estudiantes de Arquitectura de
quinto año comenzaran a trabajar en firmas como dibujantes o haciendo
planos para los contratistas. "Muchos de los arquitectos famosos que
tenían oficinas de renombre y lujo prácticamente no trabajaban, se
dedicaban mayormente a buscar clientes, a asistir a almuerzos en el
Hotel Floridita, reuniones en Varadero, en el Miramar o Habana Jazz
Club, en determinada firma o con los masones. Sus proyectos solían
hacerlos los alumnos de cursos más avanzados-cuarto o quinto año- que
trabajan para estas corporaciones. Los arquitectos le hacían los
sketches y los alumnos le hacían el trabajo completo."
Mientras Rolando cursaba el quinto año Batista impuso su segundo
mandato. Al enterarse del golpe de Estado, subió hasta el local de la
FEU. "Cuando llegué todos comentaban que allí había estado Rolando
Masferrer diciendo que iba a ir por armas para que los estudiantes se
alzaran en contra de Batista. A su vez un grupo de estudiantes muy
conocidos, entre ellos Danilo Baeza, fueron a ver a Carlos Prío al
Palacio Presidencial a pedirle armas para el levantamiento. Pero Prío
los rechazó y Masferrer nunca regresó. Se decía que Masferrer había
sido interceptado en el camino por la gente de Batista que le
propusieron continuar en su cargo de senador si no se alzaba."
Rolando había visto varias veces a Masferrer. Él vivía en la calle
Jovellar, cerca del Malecón, a pocas cuadras de la casa del periodista
Gastón Baquero y el apartamento de Melba Hernández. Rolando y él se
encontraron varias veces, por aquellos años lo único que le llamaba la
atención de Masferrer era su cojera, tras la guerra española.
Con los rumores de que cerrarían la Universidad como telón de fondo,
Rolando abriría junto Félix Arrieta una pequeña oficina en los altos
del Cine Astral, bajo el apartamento de Luis Carbonell. Un local de
tres metros por cuatro con una mesa para dibujar y un alquiler de 10
pesos al mes, le proporcionaron sustento durante poco más de un
semestre. Haciendo planos a los contratistas cada uno ingresaba 120 o
150 pesos al mes. Era un tentempié ante las negativas de cada una de
las firmas a las que sus compañeros le recomendaban.
Una tarde, lo llama Joaquín, uno de los compañeros de curso a los que
solía repasar, hijo del propietario del Hospital Santa Clara. Le
propone, como muchos otros, trabajar como dibujante en una oficina. La
respuesta de Rolando, tras varios meses en busca de empleo, fue más
tajante que de costumbre: "No me presentaré Joaquín, porque en cuanto
asome la nariz, y vean que esta nariz es prieta, me van a poner
excusas".
Al día siguiente Joaquín estaba tocando el claxon en los bajos de
Infanta y Jovellar, venía de hablar con el jefe de la compañía, traía
buenas noticias: "Al presidente no le importa si eres chino, jamaicano
o japonés, ni si eres mulato, jabao, negro prieto o amarillo. Solo
quiere que vayas para allá y le demuestres que sabes dibujar".
Al mes de este encuentro, Rolando se había convertido en el primer
dibujante de la firma Naroca Constructions, y había trabajado junto
con otros dos arquitectos en la proyección del Naroca, un edificio de
estilo moderno de ocho pisos, situado en Línea y Paseo.
Cuando Rolando iniciaba la redacción de su tesis de diploma, durante
el sexto año de carrera, Batista acordonó la Universidad. "Yo iba a la
Universidad a veces, a escondidas, pero sin carnet, sin libreta y sin
nada, porque si te cogían y veían que eras estudiantes te llevaban
directo para la Estación.
Una vez iba subiendo por la calle San Lázaro, antes de llegar a la
Plaza de Mella, vi a los estudiantes en la azotea del edificio Andino.
Estaban al acecho, para cuando pasaran los patrulleros tirarles un
inodoro. Pero había que tener puntería para eso, porque el carro venía
por San Lázaro a toda velocidad. No le dio, el sanitario cayó detrás
del carro, y ahí mismo uno de los policías que iba asomado a la
ventana con una ametralladora en la mano, empezó a disparar hacia
arriba del edificio. Y no esperaban por nadie, si decían que Salas
Cañizares había dado la orden de disparar y solo después revisar a
quien le dispararon. Y te tiraban a matar, sin salvas ni nada."
El profesor Joaquín Weiss, decano de la Facultad de Arquitectura, le
solicitó ese año al rector Clemente Inclán que autorizara a un grupo
de alumnos de último curos-alrededor de 18-a hacer la tesis fuera de
la Universidad, ya sea en sus casas, oficinas o en el sótano del
Colegio de Arquitectos, pero siempre bajo la tutoría de un profesor
universitario. Y así pudieron realizar sus tesis. La graduación del
54-55, no tuvo acto o celebración, solo títulos entregados con sigilo
en el Colegio de Arquitectos. Un año después cerrarían la Universidad,
siendo la Casa de Altos Estudios Católica de Villa Manuela la única
opción posible para los aspirantes de esos años a la carrera de
arquitectura, junto a la Escuela de Belén de instrucción jesuita que
impartía cursos de dibujo a jóvenes pobres.
Poco tiempo después el presidente de la Compañía Naroca, coloca a
Rolando al frente de la construcción del Retiro Médico. Era la obra
que Antonio Quintana, un compañero de trabajo, había presentado y
obtenido el primer lugar en un concurso de Arquitectura.
Entre los consultores del proyecto estaban Raúl Velasco, presidente
nacional Federación Médica de Cuba, Fernández Conde, su representante
provincial, el Dr. Octavio Montoro, presidente del Seguro Médico,
entre otros. En esa época había en la obra una célula grande del
MR-26-07, entre ellos Iglesias quien dirigía la célula médica y
Roberto Carrazana, que dirigía la de los arquitectos. Además estaba un
grupo arquitectos de la Resistencia Cívica, dirigidos por Osmany
Cienfuegos y Arquímedes Poveda.
"Yo pertenecía a la Resistencia Cívica y estaba encargado de vender
bonos del MR-26-07 que me daban todos los meses, además de recolectar
200 pesos mensuales. En una ocasión me pidieron que recaudara 500
pesos, porque el aviador Díaz Lance, uno de los que estaba conspirando
contra Batista, tenía que traer un avión cargado de armas desde
México. Solamente en la firma en la que trabajaba recogí como 150
dólares.
En la huelga del 9 de abril me dieron otra tarea: ir a la azotea del
Retiro Médico, poner un palo en la cornisa y en el extremo que da a la
azotea colocar un cubo de agua con un pequeño hueco debajo, y de la
otra punta que daba a la calle poner un paquete de volantes. El
invento mantenía el equilibrio por un rato y a medida que el cubo se
iba vaciando, se desequilibraba el palo y los volantes caían hacia la
calle." En otras ocasiones, mientras la obra seguía en construcción,
los médicos le mandaban estudiantes de medicina para que Rolando los
escondiera entre los andamios.
En 1957, Rolando pudo cumplir la promesa que le había hecho a su madre
antes de ingresar a la Universidad. Les construyó una casa a ella y su
hermana. En las afueras de Altahabana, diseñó la vivienda de dos pisos
y le pagó a dos albañiles, antiguos compañeros de la Escuela de Artes
y Oficios para que dirigieran las obras. Con quince mil pesos que
había ahorrado en los últimos nueve años, diez mil que le prestó el
Colegio de Arquitectos y otros diez mil cedidos por el presidente de
la Corporación Naroca costeó el proceso y los terrenos.
Pese a las vueltas, la vida de Rolando nunca se separó de aquel taller
de brillantes de Espada y Jovellar. De las minas de carbón, a la rueda
del tiempo, puliendo cada vena con polvo de diamantes. En su historia,
vemos tallada como en la de Funes, la memoria de todos los hombres o
por lo menos la estampa de la otrora República.

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